Occidente vive una crisis en muchos aspectos, en gran medida porque su sistema nervioso central – el ámbito académico y los medios masivos de comunicación – están tomados por una especie de cáncer ideológico, una parte del cuerpo de la sociedad que se ha vuelto en contra del todo.
Esta subversión llevada adelante por la ideología denominada alternativamente «progresismo», «posmodernismo», «neomarxismo» o «marxismo cultural», sabotea mediante la interrupción de estas instituciones nuestra capacidad de cognición social, de entender como sociedad los problemas a los que nos enfrentamos y de reaccionar de la forma más adecuada en atención a nuestros intereses y objetivos.
Esto los soviéticos lo sabían muy bien, y por eso cultivaron desde su gérmen este neomarxismo como una estrategia subversiva a largo plazo, que los ha sobrevivido. Huérfana y ya habiendo desarticulado culturalmente a las sociedades occidentales, esta ideología carece de elementos con los que reemplazarla porque en sí misma, la cultura neomarxista es una cultura vacía, asentada en el nihilismo, y que solo existe en tanto oposición a – y negación de – la cultura occidental.
La ausencia de límites y fronteras
Muchos nos preguntamos hoy ¿Cómo fue que nos pasó esto? ¿Cómo no nos dimos cuenta antes? La respuesta es simple. No supimos definirnos a nosotros mismos o lo que es lo mismo, no supimos separarnos de los demás. Asumimos al neomarxismo como propio, cuando para este, somos algo ajeno y reprensible, algo que es justo exterminar. Como consecuencia, el neomarxismo se ha incorporado y desorganizado la sociedad occidental. Ha diluido la intensidad de nuestra experiencia cultural, al punto que hoy una persona en occidente nace en un vacío. No es nada. No se espera que sea nada y termina siendo nada, recurriendo muchas veces al totalitarismo de izquierda o al populismo de derecha como un intento desesperado de orientarse, de darle un sentido a su vida.
La dilución de la identidad
Esa pérdida de la identidad que está en la base de la decadencia cultural actual, es la pérdida de los límites. Es la pérdida de las fronteras que delimitan lo que nosotros somos, de lo que son los demás. El hombre no se puede identificar como varón si no se compara con una mujer y nota las diferencias. Una persona no puede saber cómo es, hasta que no se compara con las demás y encuentra lo que la identifica, lo que le brinda una identidad.
Lo mismo que pasa con los individuos, pasa con los grupos, las culturas, las sociedades, las civilizaciones. ¿Cuántos partidos de centro o derecha nos encontramos, que integran a elementos neomarxistas en la fútil aspiración de que traigan votos, y lo único que logran es diluir su identidad y recibir fuego desde adentro por permitir al enemigo infiltrar sus filas? ¿Cuántos países occidentales han recibido flujos migratorios descontrolados, y hoy corren el riesgo de desarticularse como naciones? ¿Cómo terminaron los católicos teniendo que soportar un Papa comunista? En todos los casos, el error ha sido el mismo. Incorporaron el gérmen vivo de lo ajeno y de esta forma fueron infiltrados, carcomidos por dentro y hoy caminan con desgano hacia la desnaturalización y el olvido.
Esto ha ocurrido así, debido a la supresión de la virilidad en occidente: La resistencia, el arrojo, la iniciativa, típicos del sexo masculino, valores y patrones de conducta que los padres le inculan – muchas veces sin saberlo – a sus hijos varones desde tiempos inmemoriales porque saben que es bueno para ellos y en definitiva para toda la sociedad.
La influencia de la psicología sexual es obvia. La masculinidad se opone instintivamente a la infiltración por lo ajeno, mientras la femineidad lo acepta. En equilibrio, el principio masculino previene el problema expuesto en los párrafos anteriores, mientras el principio femenino permite la adopción de elementos positivos que enriquecen y complementan la cultura. Pero la situación actual, en la que el principio femenino ha sido exagerado por la extrema izquierda y utilizado como una herramienta de desarticulación y desestabilización social, el principio masculino se ve imposibilitado de actuar y como hemos visto en Europa, con el amparo irrestricto a la invasión migratoria musulmana, el equilibrio se rompe y hombres y mujeres por igual sufren las nefastas consecuencias.
El vínculo sagrado entre padre e hijo
El mantenimiento del orden y la delimitación de las fronteras son roles arqutípicamente masculinos, roles que en las sociedades occidentales se encuentran desamparados. Roles que en la familia eran ocupados por el padre. pero que cada vez más son nuevamente dejados vacíos.
No debe sorprendernos que generaciones sin padres o con padres que no cumplen su rol arquetípico, a las que no les transmitieron lo que significa ser un hombre, hoy no entiendan la importancia y el valor del orden, del establecimiento de los límites y por ende acaben cediendo a la prepotencia y diluyendo su identidad y la de los grupos que integran.
El vínculo padre-hijo es clave para el éxito de una civilización. Todas las que han prosperado, desde los egipcios hasta la Europa moderna le han rendido culto como un vínculo sagrado. Incluso en nuestras sociedades actuales, en los contextos donde más se encuentra interrumpido este vínculo, mayores son los índices de adicciones, violencia y criminalidad. Su debilitamiento es la raíz de los principales problemas sociales de hoy y no estamos haciendo nada para resolverlo. Más bien, aturdidos por el canto de las sirenas del feminismo, hemos hecho todo lo contrario y profundizado el problema.
Por estas razones, ahora nos encontramos en la coyuntura histórica de la resurrección de la masculinidad y con ella el orden, los límites, los valores, las sabudurías ancestrales y con esto, el comienzo de un período de redescubrimiento y revalorización de nuestra identidad.
La elección de Donald Trump en Estados Unidos, marca el comienzo del fin de ese encantamiento femenino, análogamente a la partida de Eneas de Cartago para proceder a la fundación de Roma, los hombres que nos encontramos gobernados – y naturalmente oprimidos – por una cultura política caracterizada por una femineidad controladora y agobiante, pareciéramos estar logrando escapar de sus garras, para perseguir con libertad nuestro propio destino en lo que puede desencadenar un proceso refundacional similar a como la revolución francesa marcó el quiebre definitivo entre la decadencia del rococó afeminado, monárquico y el resurgimiento de los valores clásicos occidentales ), las libertades individuales y la república.
La mitología de la resurrección de la masculinidad
Es fácil ver cómo este ciclo de decadencia y reconstrucción ha sido la norma a través de la historia, esta situación que vivimos ahora se encuentra encriptada simbólicamente en las tradiciones mitológicas sobre las que se funda occidente, Un ejemplo en el que nos detendremos es el mito egipcio de Horus y Osiris.
En este mito, el padre proverbial, Osiris, dios del orden y la creación, es asesinado por su hermano Seth, quien representa el caos, y la fuerza bruta (Nótese el paralelismo con el enfrentamiento actual entre el orden republicano y la fuerza bruta totalitaria). Luego, el hijo de Osiris, Horus, dios de la percepción y creador de la civilización egipcia, lucha contra Seth, quien con la ayuda de su madre, Isis, lo derrota. A consecuencia de la victoria de Horus, su padre Osiris revive y reina junto a Horus, mientras Seth es retornado a su rol subordinado.
En esta historia central de la mitología egipcia, el orden se restaura a través de la lucha de los hijos en contra de la tiranía del caos, y se desenlaza en la incorporación del influjo de las nuevas generaciones como parte del nuevo orden civilizatorio.