Ayer un hombre de 45 años que vivía en la indigencia murió «de frío» en la localidad de Durazno, en Uruguay. Según datos oficiales, el 77% de los sin techo son varones, comparados con solo un 23% de mujeres. El número de indigentes en Uruguay se duplicó a pesar del crecimiento económico durante los últimos 5 años.
La desechabilidad masculina
Este no es el primer caso de un hombre sin techo que muere de hipotermia en Uruguay, lo que junto con la incidencia desigual respecto al sexo de la persona, todo nos indica que al menos parte de la causa del desamparo en que viven estos hombres es la desechabilidad masculina, expresión que resume el carácter del sexismo contra los hombres prevalente en nuestra sociedad y que explica el ginocentrismo de nuestras políticas públicas.
Mucho se oye hablar del sexismo contra las mujeres y toda la sociedad reconoce que es algo negativo. Pero el sexismo contra los hombres, no recibe la misma atención de la sociedad. Esto ocurre a pesar de que es evidente no solo en la desigualdad en indices de indigencia, sino también en los índices de suicidio, de salud, accidentalidad laboral y homicidios.
¿Por qué ocurre esto?
El feminismo tiene razón al apuntar que en muchos casos las desigualdades que afectan a la mujer surgen de prejuicios culturales y concepciones negativas del sexo femenino.
Ahora, se equivocan (y feo) al creer en el mito del patriarcado, en que la sociedad occidental es especialmente machista y que en el pasado las mujeres la tenían mucho peor que los hombres.
Durante la mayor parte de la historia, la prehistoria, incluso desde que nuestros antepasados no eran todavía humanos, los machos hemos sido los protectores de nuestras comunidades. Ni bien la misma se veía amenazada, los hombres, por nuestras características biológicas físicas, psicológicas o quizás mero instinto, fuimos los encargados de enfrentarnos a estas amenazas. Fuera un depredador en un campamento prehistórico, o un ejército enemigo en el siglo XX.
Este rol no es una construcción deliberada del capitalismo, como se afirma desde el feminismo neomarxista, sino una creación de la naturaleza, sobre la que las sociedades humanas se fueron conformando.
Desde esta base natural, sin embargo, los hombres fuimos (y somos) empujados mediante presiones sociales a enfrentar a estas amenazas, a arriesgar y llegado el caso sacrificar nuestras vidas por las de los demás: las mujeres y los niños.
Incluso cuando la amenaza es la pobreza en la comunidad familiar, generalmente la presión social recae en el varón, a quien se le demanda dejar los estudios para trabajar, o incluso arriesgar su salud y hasta su vida, en puestos de trabajo insalubres y riesgosos que son casi en su totalidad ocupados por varones.
Así los hombres conscientes de nuestra aptitud para proveer y proteger a la mujer y a los niños, consentimos ser en cierta forma sometidos por una sociedad que estima en mayor grado la vida de la mujer, algo que puede verse con obscena claridad en el reclamo feminista por un castigo extra a los homicidas cuando la víctima es una mujer, porque nosotros mismos la valoramos más que a nosotros.
La predisposición a sacrificar al hombre por la mujer, a priorizar la atención a las problemáticas que las afectan a ellas, y relegar a las que afectan en mayor grado al varón, la misandria y el ginocentrismo, tienen como origen esta tradición de la desechabilidad masculina.
Esto no sería un problema tan acuciante si la mujer recompensara este sacrificio con agradecimiento, pero el extremismo neomarxista que ha infiltrado, acaparado y en definitiva de-legitimado el feminismo, ha incitado a las mujeres a traicionar la confianza del sexo masculino, convirtiendo esta tradición de sacrificio de la que el feminismo depende para su existencia, en una ofensa.
Como ilustra muy bien la anécdota que comentaba Pérez Reverte en una columna reciente, en la que una mujer se ofendió al ver que Reverte le sostenía la puerta y lo acusó de «machista», el feminismo ha convencido a muchas mujeres de que todo lo que los hombres hacemos por ellas, es razón para resentirnos y odiarnos, y no para agradecer y apreciar a los mismos hombres que nos preocupamos por ellas más de lo que lo hacemos por nosotros mismos.